Andanzas





En abril del 74 mi vida progidiosa, junto con mi amigo el Tata, pegó un vuelco de 360 grados.
Estábamos en mi pieza, viendo la final del negro Monzón, cuando irrumpió mi viejo, desaforado, y me dijo que juntara las cosas y me mandara mudar. Se había desilusionado al enterarse que había abandonado la carrera de abogacía y el trabajo en la imprenta.

Sin dudarlo, conseguimos una pensión por Almagro. Juntamos las pocas cosas de valor y nos mudamos. El 48 nos dejó a unas cuadras. Era verano; hacía un calor sofocante y la humedad se estampaba contra nuestros rostros. Nos llamó la atención el timbre de color musgo, escondido por enredaderas que daban un tinte lúgubre, místico a la casa. La espera fue eterna, recuerdo.



“Pueden quedarse sólo un mes. En cuanto estén los papeles pienso irme a Campana con mi prima Irma”- dijo la anciana con un acento italiano bastante marcado mientras se deslizaba veloz con sus piernas cortas por el angosto pasillo; al llegar al extremo señaló con el índice nuestro futuro cuarto.

“Aquí, en el taller pequeño pasaba horas y horas mi marido. El era un carpintero habilidoso y con gran inventiva. Ahora está todo hecho una piltrafa.”
El Tata les deslizó unos pesos a la vieja, que esbozó una sonrisa escueta, mostrando sus dientes color azafrán.


           
Rara vez, salíamos; sólo para comprar algo de comer o yerba para el mate. El poco dinero que teníamos nos alcanzaba para regocijarnos durante semanas con la revista “Pelo”, ver las peleas del negro, el Capitán Piluso o jugar interminables “Cadáveres Exquisitos”.


El Tata volvía por las noches, de la facultad de Filosofía para embriagarnos con alguna edición inédita del “Manifiesto Comunista”, o un libro de Schopenhauer y era cuestión deleitarnos con la lectura del primer párrafo, que encendíamos un porro, y un humo grisáceo, espeso, inundaba el ambiente, dándole un sabor mágico, casi único a nuestra eterna adolescencia.

Sinceramente era el éxtasis de nuestra independencia: Por primera vez en la vida, podíamos quedarnos hasta las seis de la mañana escuchando “Selling England by the pound”, de Génesis hasta estallar nuestros tímpanos; por primera vez en la vida, podíamos realizar orgías que duraban hasta el amanecer.


Una mañana de julio, un sonido agudo, ensordecedor, estalló haciendo temblar las frágiles paredes escarchadas por el invierno. Nos levantamos con dificultad. El Tata pegó un grito al salir. Al costado de la puerta, una paloma negra azabache, tenía una cinta roja pegada al cuello.
El Tata desenvolvió con cierto pudor y leyó para sí el pequeño papel, dejándome la tensión; luego me la extendió con descaro:
“Desaparezcan antes del mediodía, granujas”-en una letra firme y desprolija firmaba al pie la dueña de la pensión.





Con el Tata nos miramos sin comprender el asunto o, mejor dicho, sin querer hacerlo; nos sentíamos eufóricos, en nuestro apogeo románico.

 Al poco tiempo nos encontrábamos en pleno jolgorio, con los parlantes a todo lo que daban, formando trencitos con cuanto extraño, en busca de exhibir al mundo entero, y sobre todo a los cuarentones como nosotros, llenos de convicciones y compromisos absurdos, que la edad no nos pesaba en absoluto.

Hombres y mujeres de caras extrañas y alargadas venían en busca de la felicidad, como quien en los años de la Ley Seca, se acercaba a un club clandestino desesperado por una gota de alcohol.

pero la vieja iniciaba la pelea encarnizada con el whinco a todo el volumen con los tangos de Troilio, Goyeneche, Gardel y Pugliese.



Pasados los 80, con el Tata habíamos perdido no solo la pensión, que mantenían de alguna manera nuestros padres, sino también el trabajo del tata en fábrica de Plastivida.
 Los años dorados se habían esfumado. Sin un mango y partidos anímicamente, ninguno de los dos tenía serias intenciones de buscar empleo. Fue así como Renato y Sandra, compañeros de la facultad del Tata, cayeron a nuestro dulce hogar para salvar la caída económica de nuestro imperio.

Al enterarse de los nuevos inquilinos, no tardó la dueña en cortarnos la luz, y más tarde gas.

Con el Tata y compañía no teníamos dinero ni para comprar velas, todo lo empleábamos  en los medicamentos para el Tata, que cada día veía menos y las heridas de la espalda se habían tornado de un color violáceo.
De noche, el Tata tenía alucinaciones y despertaba con el cuerpo bañado en sudor. Se lo veía desfigurado, callado, contemplativo.

A Renato lo enterramos en el patio de invierno, debajo de la araucaria. Digamos que fue una ceremonia intima, privada. Le pusimos la foto del Che, (al gran pesar del Tata)
Con el dinero, compramos una estufa (que tanto hacia falta), arroz, fideos y algo de porro al que añorábamos.
Vendimos la cucheta y con Sandrita nos trasladamos a la cocina por la incipiente llegada del invierno. El Tata seguía taciturno y ahora se comunicaba a través de señas con su mano izquierda como un mimo desesperado.
Por las noches, temía en la oscuridad, y entraba en pánico si alguno de los dos lo dejaba solo o callaba.
Con Sandra nos habíamos convertido con el tiempo en íntimos amigos, tras infinitas charlas nocturnas sobre la revolución rusa y el porvenir del nuevo marxismo en Latinoamérica.

Un 25 de mayo, el tata dejo su último aliento, tras ver ganar el título mundial del negro Monzón y la llegada de la democracia. Su última sonrisa, nos alegro aquel otoño cuando nuestro loro Fidel, repitió viva el comunismo durante todo aquella tarde gloriosa.

Habiendo quedados solos, Sandra decidió que era hora de retomar los estudios y cumplir su sueño de vivir en el norte de la Argentina con un paisaje por el que desvelarse en cada mañana.
Por mi parte, me lleve las ultimas cosas de valor  por la puerta trasera, y volví mi madre que me esperaba, una vez más, con el bizcochuelo de mandarina, y una sonrisa de par en par.