Dos veces, y no una, mi
madre me ayudó a ser quien soy. Ahora que ella no esta más soy capaz de
escribir sobre el asunto, y puedo recordar mi infancia en la casa de San Pedro,
esas noches en las que ella me encerraba en el galpón junto al piano; o las
otras noches, aun mas crueles, en que me quitaba los ahorros que escondía con
ingenuidad para comprar algún perfume importado mientras besaba las mejillas
con aliento a ginebra.
La única ocupación de mi madre era deambular
por el pueblo en busca de algún hecho singular, para jugar un número a la
cabeza los domingos a la cabeza.
Argumentaba, con sabiduría de filósofo,
que una mujer inteligente y hermosa no tenía necesidad de trabajar.
Su plan era concreto: convertirme en un
concertista de renombre y vivir a mis expensas. Y la idea de convertirlo en
realidad, la obsesionaba.
En invierno, me levantaba con el primer
canto del gallo, me alzaba somnoliento hasta el galpón y me sentaba frente al
piano Steinway que había heredado de mi abuelo. Con cuidado ataba con candado mis pies a la banqueta
para evitar que huyera, mientras cantaba la 7ma de Mozart al oído, con su voz
dulce y tierna.
El entrenamiento era arduo y metódico: como comienzo (en
principio) calentaba los dedos con ejercicios de Cszerny, mas tarde Schubert,
Schumann, por último el 3er movimiento de Claro de Luna, de Beethoven, la pieza
predilecto de mi finado padre.
Las horas de
ensayo excedían a veces las 12 horas, 14 horas por día
El primer concurso en que me inscribió
fue en el municipal “Enrique Discépolo”
en el teatro viejo de San Martin. Estaban en juego nada menos, que 13000 pesos
ley, una fortuna para nuestro situación económica cada vez más ajustada. En el
concurso estaban en juego 1000 dólares. Recuerdo verla nerviosa, inquieta y
morderse las uñas sin cesar.
En el transcurso del viaje, había
dibujado en un cartón corrugado de almacén las notas, para vendarme los ojos
con un pañuelo (al q le echaba pequeñas gotas de acido sulfúrico) para que yo
simulase tocar los difíciles vals de Chopin.
Mi mente se
dispersaba en mis compañeras del colegio, a las que ya no veía y añoraba con
ansias.
Alrededor de 600 estudiantes, alumnos de
conservatorio.
Con el esfuerzo y el sacrificio de horas
de sueño, había desarrollado una técnica pianística prodigiosa. A diario mi
hermana estiraba mis dedos con alambre y en poco tiempo por día tocar a la
perfección el 3er concierto de Rachmaninov para cuatro manos.